Cuando llovía nos poníamos debajo de los canalones con un paraguas. Era un placer sentir el chapoteo estrepitoso del agua sobre nuestras cabezas sin que nos mojara. Reminiscencias del claustro materno, quizás, esa protección de las inclemencias externas, aunque nos mojásemos los pies, que por eso nos reñían los adultos.
Otro goce era meternos con las katiuskas en todos los charcos. La sensación de estar en el agua y no mojarnos debe ser también un regreso al mundo subconsciente de la protección.
Los dos arroyos que pasan por Ahillones confluyen un poco más allá de las escuelas. Son conocidos como el primero y el segundo. El primero, que pasa por el puente Nuevo, no tenía hecho aún el muro de contención que tiene hoy y hacía en su recorrido un arco más pronunciado, viniendo a desembocar en lo que es el tramo final de la calle, cerca de los pasiles. Allí nos metíamos con nuestras katiuskas e inmóviles fijábamos nuestra mirada en el agua durante largo rato. Al poco parecía que no era la corriente la que se movía, sino nosotros que navegábamos arroyo arriba sin movernos del sitio. El agua y el fuego siempre nos atraen como algo mágico y atávico.
¿Quién no se ha ensimismado mirando el fuego, oyendo el crepitar de los leños y contemplando el vaivén caprichoso de las llamas?
Nos embelesan y nos atraen como los polos de un imán, antagónicos y complementarios al mismo tiempo.
Con el fuego calentamos el agua, con el agua apagamos el fuego. La lucha, la eterna contradicción, la búsqueda del equilibrio. El bien y el mal son dos polos inestables que se repelen y se buscan.