Los farolillos se movían ligeramente. Desde el mar lejano la música de la orquesta traía por caminos de coral a Alfonsina con cinco sirenitas. La melena rubia de la joven ondeaba levemente con la brisa. Los ojos del muchacho brillaban en la noche con el fulgor adolescente de los enamorados.
Ella se fue al día siguiente arrastrando su tristeza, cuando los rizos negros de la madrugada se deshacían en la luz difusa del amanecer. Fue un adiós de pocas palabras y melancólicas miradas. Protegía sus brazos desnudos del relente recogiéndolos sobre su pecho. Sus labios ateridos recibieron el beso tibio de sol amarillo.
Septiembre bordaba ya con hilachas de bruma las amanecidas.
Un adiós de seda dibujó en el aire el pañuelo alado de la despedida. La mirada del muchacho la siguió hasta que desapareció por la esquina. La melena clara y sedosa fue la última imagen que conserva de aquel amor primero, tan corto, pero tan intenso, que nunca olvidó. Cada dieciséis de septiembre la recuerda.
Paseó como un sonámbulo por las calles del pueblo el vacío que su marcha le dejó.
Todavía hoy, después de tantos años, un rescoldo escondido entre cenizas reaviva su añoranza cuando la brisa fresca de la madrugada mueve los farolillos el último día de feria.