Acoso

Cruzábamos por aquellos años, a caballo entre dos mundos, el desfiladero inestable y azaroso que va de la niñez a la adolescencia. Etapa de inseguridades emocionales y manifestaciones glandulares en la que cantan los gallos de la garganta sin que anuncien la alborada y asoma sin aviso previo el rubor cuando creemos que alguien intenta traspasar la frágil frontera de nuestra intimidad. No añoro este período ni lo considero tiempo mejor por ser pasado. Es como un viaje en una noria de feria: del abismo al cielo.
En esta fase del desarrollo se magnifica cualquier adversidad y se sufre profundamente por los desaires que los demás, voluntaria o involuntariamente, puedan infligir.  Si alguien siente que no es aceptado en un grupo, en el menos malo de los casos, o es descaradamente rechazado, puede llegar al aislamiento y la marginación.  De ahí, con la autoestima por los suelos, a la depresión solo hay un paso. 
Esos tiempos de zozobras y contradicciones en los que la personalidad, maleable y tierna aún, busca acomodo en un mar de turbulencias interiores son fundamentales para una estabilidad anímica posterior.
Dando un paso más hacia la exclusión se llega al acoso y a la tragedia, como de vez en cuando, desgraciadamente, saltan noticias a los medios de comunicación. Escandalizan y hieren a cualquiera que sienta un poco de empatía.
A uno, que por profesión ha observado e intentado impedir comportamientos de este tipo y que como padre alguna vez sufrió, le duelen y alarman por su frecuencia, crueldad e impunidad.
He visto en ocasiones cómo unos cuantos desalmados hacían grupo y cuchicheaban y se reían de otro compañero, a las claras, con aviesa actitud, para que se diera cuenta el agraviado del escarnio.  
Los centros de enseñanza son un observatorio privilegiado para detectar estas conductas. Observar casos no es difícil, buscarles solución, sí lo es y mucho porque la relación entre los alumnos se prolonga más allá del edificio escolar y el machaqueo continúa fuera. Cuando se citan unos a otros para ir a jugar se olvidan de los señalados. Las invitaciones a los cumpleaños son también ocasiones en las que se puede hacer mucho daño cuando se llama a casi todos los de la clase menos a unos pocos.
Basta formar grupos de trabajo por elección libre de los componentes para darse cuenta quiénes son los marginados y quiénes los líderes. No hacen falta muchos sociogramas para descubrirlos. Por qué unos son los que llevan la voz cantante y los demás los siguen, sin hacer cursillos ni haber tenido aprendizaje previo, me ha interesado siempre.  El líder natural, pone y quita jugadores en el equipo y dice quien juega de portero, que es el puesto que casi nadie quiere. Es el que fija hora y lugar de reunión y pone condiciones. Ellos son los que pueden evitar en muchas ocasiones, poniéndose de parte del acosado, conductas que atentan contra la dignidad y los derechos fundamentales. La fuerza del grupo, puestos a hacer daño, es un arma mortífera para destruir estimas.   Lo débiles tienen las de perder en esta vorágine de destrucción afectiva. El acoso tiene muchas manifestaciones, como señalan los profesores Iñaki Piñuel y Araceli Oñate:  prohibiciones, burlas, manipulación social, coacciones, exclusiones, intimidaciones, agresiones y amenazas. Un arsenal para derribar las más sólidas fortalezas.

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