La cosecha de aceitunas para aceite era penosa por la climatología y por las condiciones de trabajo. Se vareaban los olivos y se recogían de la tierra manualmente y de rodillas entre los surcos endurecidos por las heladas o embarrados por la lluvia. Para aliviar el frío y desentumecer las manos hacían candelas cerca del tajo. Ahora son máquinas las que zarandean a los olivos, que con estremecidos estertores sueltan el fruto sobre una especie de paraguas invertido, como una antena parabólica que observara el cosmos y tras los temblores se le precipitara el universo encima. Las que están caídas se amontonan con aire a presión sobre la tierra allanada por rulos.
Antes de coger las aceitunas destinadas al aceite se verdea para el aderezo. Unas pocas se seleccionan para consumo propio en las tres modalidades de preparación: machacadas, sajadas y del año. Ya se verdea bastante menos. Cuando era más intensa esta modalidad hacían falta cuadrillas numerosas para las casas grandes y muchos años había que recurrir a los pueblos vecinos para completarlas.
Algunos estudiantes, faltos de otros ingresos, aprovechábamos estos jornales para nuestros gastos durante el curso.
Cada aceitunero se colgaba al cuello un capacho de goma, que por aquí llaman macaco. Se ordeñaban las ramas procurando que las aceitunas cayeran en él. Cuando estaba más que mediado se vaciaba en una sera común para cada grupo. A la primera que al principio de la jornada se echaba en el remolque se le llamaba “la moza” y había una competencia entre los grupos-de tres o cuatro personas por olivo- por ver cuál era el primero que lo conseguía. El logro se voceaba para que los demás se enteraran.
La primera vez que fui al verdeo me llamó la atención que al poco tiempo de haber empezado a trabajar el manijero dio la voz de parar para el almuerzo, esa comida que hace la gente del campo y que puede equipararse con el café de media mañana de ciertos trabajadores urbanos, pero bastante más consistente. Como desconocía esta costumbre me pareció pronto, ya que había desayunado hacía poco en casa. Así que en días posteriores sólo tomaba el café para tener hambre a la hora de almorzar.
La labor en el tajo se acompañaba de amenas conversaciones. Los temas eran variados. Se comentaban las novedades que habían ocurrido o historias antiguas del pueblo. Enriquecía las charlas el hecho de que en cada grupo se mezclaban personas mayores y jóvenes. Estos se encargaban del banco, una especie de escalera de tijeras. Era pesado de mover y había que subirse en él para alcanzar la parte alta de los olivos. Los de mayor edad se encargaban de coger las bajeras. Cuando en las charlas se abordaban algunas cuestiones, que por haber ropa tendida pudieran rozar la indiscreción, se bajaba la voz al referirlos. Querencias, rencillas, amores desairados, orígenes de capitales venidos a más o a menos… y las malditas guerra y posguerra que tanta huella descarnada dejaron y de las que todavía se hablaba con miedo.