Abuela

Tengo guardadas entre las páginas de la memoria algunas tardes disecadas. En ellas he encontrado a un niño sentado en la puerta de su abuela comiendo un trozo de pan con chocolate, el tupé recién peinado, pantalones cortos con tirantes y unos ojos como esponjas empapándose de cuanto acontecía a su alrededor.
Me llevaba mi padre a visitarla siendo yo muy pequeño. Se sentaba en la sala que daba al corral por donde penetraba el sol dorado del atardecer que lucía sobre las baldosas rojas, haciendo frontera luminosa de dos espacios en penumbra. Allí tenía la abuela la costumbre de llenar sus recuerdos de costuras y artísticas labores de bordado sobre la luna llena de su bastidor.
Con un moño coronado por una pequeña peineta recogía su cabello blanco y dejaba al descubierto una amplia frente surcada por arrugas. De vez en cuando levantaba su cabeza y miraba por lo alto de sus gafas el reloj que había al fondo de la estancia. Y suspiraba. Sin su cuerpo, ahí está su silla de enea y un me voy, abuela, dejado cariñoso en la mejilla.
En un rincón del corral había un tinajón rojo y panzudo.  En él quedaron y aún resuenan las voces y los ecos de una canción infantil: “Mañana domingo se casa Respingo con una mujer que no tiene manos y sabe coser”.
Nos íbamos después a la puerta falsa, la que da al ejido, al campo abierto hacia el poniente.
Sentados en las piedras que había junto a la pared contemplábamos a sol vencido las faenas de las eras. El acarreo de las mieses. La trilla, la limpia del grano lanzado a paladas, la criba para separar granzas del fruto, el llenado de costales con cuartillas y el regreso de los campesinos a sus casas cuando el lucero destacaba ya punzante en un cielo azul violeta. Al fondo, el largo y rojizo crepúsculo de las tardes de verano.
Por el poniente asomaban las señales de los cambios de tiempo. El lenguaje de los vientos y las nubes, escuderos de temporales y de secas. Las ‘revolás’, las marañas, las bardas paralelas a la sierra…  Del suroeste, en dirección a Fuente del Arco, llegaba el pitido nítido del tren cuando soplaba el ábrego húmedo y templado.  A la derecha, siguiendo la loma de la sierra, el castillo de Reina, alcazaba de origen musulmán. Los restos de sus catorce torres albarranas son la corona en ruinas de un esplendor pasado que peinan los vientos que llegan del océano.
Me he acordado de mi abuela, que murió muy pronto, porque esta esta semana han permitido en la desescalada las visitas a los familiares.  Se habrán producido unos encuentros muy emotivos después de dos meses sin poder hacerlo. Qué difícil habrá sido renunciar a los besos teniéndose tan cerca, si es que se ha podido evitar el instinto del achuchón y los abrazos.

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