De la palma a la cruz

De la palma a la cruz hay cuatro días,

que van del bendito el que viene

al sufrimiento de las tres caídas.

Desde el comienzo de los tiempos

la penosa verdad retorna repetida

Hoy estás en la cima, mañana te traicionan

los mismos que alabaron tu valía.

Es la enseñanza de las escrituras

para andarse con tiento por la vida.

El teatro

 

 

 

 

 

Los griegos celebraban fiestas en honor de Dionisio. En ellas se narraban sus supuestas proezas.  Un día a alguien se le ocurrió ponerse en lugar del dios del vino y empezó a hablar y a actuar en su nombre.  Fue el principio del teatro.

En esos comienzos un solo actor representaba a todos los personajes, cambiando la máscara que cubría su rostro cada vez que interpretaba a uno distinto. El coro, bajo la dirección del corifeo, simbolizaba al pueblo.

Poco a poco fue evolucionando y se incorporaron más actores para los distintos papeles.

Esquilo, Sófocles y Eurípides son autores renombrados de tragedias. Aristófanes, de comedias.

También la cultura romana produjo grandes comediógrafos, como Terencio y Plauto.

A las dos formas teatrales básicas, la tragedia y la comedia, se fueron agregando otras con el paso del tiempo y el cambio de las modas y los gustos, sin que el teatro clásico haya perdido vigencia. Dramas, pasos, sainetes, entremeses, autos sacramentales, zarzuelas, óperas…

Las tres unidades básicas de lugar, tiempo y acción que estableció Aristóteles duraron hasta que Lope de Vega las cambió en el siglo XVI. Y de entonces hasta ahora ha habido muchas innovaciones, unas con más fortuna que otras.

No es pretensión de este artículo mencionar a todos los autores que han existido a lo largo de la historia. Pero a William Shakespeare hay que citarlo.

Las grandes pasiones humanas: el amor, el odio, la envidia, los celos, la venganza… subieron a los escenarios de la pluma de este insigne autor inglés.

El extremeño de Torre de Miguel Sesmero, Bartolomé Torres Naharro, el talaverano Diego Sánchez de Badajoz, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Fernando de Rojas,  Jacinto Benavente, Federico García Lorca… son algunos de los numerosos autores españoles.

De la profesionalidad de los actores depende que la obra dramática cale en los espectadores y que estos se emocionen, se diviertan y aprendan, hasta el punto de que el público los identifica con los personajes y olvida que sólo son intérpretes.

En muchos de nuestros pueblos existen grupos que conservan la llama viva del teatro, aportando cultura, emociones y diversión, como tiempo atrás lo hicieron Eduardo Ugarte y Federico García Lorca con ‘La Barraca’.  De los actuales, cito a ‘Teatro de Papel’, de Llerena por su calidad y cercanía, sin olvidar a todos los que recorren la geografía extremeña con sus representaciones.

Un día me llevé una agradable sorpresa cuando recibí el siguiente mensaje con motivo de una columna escrita en este periódico, que reproduje en mi blog.  Hablaba del teatro Mari Paqui, que recorrió nuestra región en los años sesenta. Decía así: “Hola. Soy Marisa Lahoz, la Mari del Teatro Mari Paqui. Me ha hecho muchísima ilusión encontrar este blog. Le pasaré el dato a mi hermano. Era Paquito, por eso el nombre de Mary Paqui, por nosotros. Éramos unos niños…”.

El lunes se celebra el día del teatro. Felicidades.

Ojo con el glaucoma

 

 

 

 

 

Ni al enfermo ni a sus familiares les agradaba hablar del mal que aquel padecía. Incluso procuraban ocultarlo, a pesar de que en su cara, que es espejo y ventana, asomara el espectro violáceo de la enfermedad.

Las contagiosas alejaban a amigos y conocidos. La lepra y la tuberculosis fueron dos de las más temidas. Hasta las viviendas de estos enfermos sufrían el estigma años después de haber fallecido sus moradores. Pocos querían comprarlas.

 Había en el fondo de estas actitudes un sentimiento de rechazo en los demás y de culpa en quienes las sufrían.  Al dolor físico se unía el moral.

Lazareto y sanatorio fueron palabras que marcaron indeleblemente las vidas de muchas personas.

La actitud de la sociedad en cuanto a aceptación y comunicación de las enfermedades ha ido cambiando. Los médicos no enmascaran el diagnóstico y algunos personajes conocidos manifiestan públicamente que las padecen. Puede que sea una forma de enfrentarse valientemente a ella con el apoyo anímico de los demás para lograrlo. ¿Qué se consigue ocultando lo que tarde o temprano ha de saberse? Sin pregonar, pero con la naturalidad que exige el sentido común, se habla de dolencias a las que habremos de enfrentarnos cada uno de nosotros porque nadie goza de inmortalidad ni muere con una analítica perfecta.

Por si sirve de ayuda, y aprovechando que el domingo se celebra el día mundial del glaucoma, voy a contar una experiencia personal.

Me lo detectó un veterano oftalmólogo cuando fui a graduarme la vista por la presbicia.  Durante más de treinta años he usado colirios para mantener la presión ocular controlada, pero llegó un momento en que estos dejaron de hacer efecto.

El riesgo de sufrir un ataque de glaucoma agudo, popularmente conocido como dolor del clavo, era muy alto y las consecuencias abocan a la ceguera. La única solución consistía en una intervención quirúrgica.

Acudí a otros profesionales para contrastar. Los diagnósticos y remedios coincidían. En una de estas consultas el oftalmólogo me dijo que esa operación, si hubiera otras posibilidades, no se la recomendaría ni a su padre. Me asustó. No son formas de decirlo, señor galeno. En términos profanos consiste en hacer un drenaje para aliviar la presión que daña al nervio óptico.

Armado de valor me enfrenté a mi crónico miedo hospitalario y decidí someterme a otro tipo de intervención similar, pero no tan agresiva, con un oftalmólogo que me ofreció confianza sin alarmar. En sus manos me puse.

Primero un ojo, que no dio problemas, y después el izquierdo, que sí los dio. Pero, sin entrar en detalles y superado el trance, aquí estoy, aliviado por haber evitado de momento males mayores.

Animo a todos los que han llegado a los cuarenta años a que acudan a un profesional. El acto de medir la presión ocular es indoloro y breve y es la mejor manera de detectar y controlar esta anomalía silenciosa.

Aplausos y abucheos

 

Pygmalion priant Vénus d’animer sa statue, Jean-Baptiste Regnault

Según la mitología griega, Pigmalión esculpió en marfil a una bella mujer a la que llamó Galatea. Consiguió tal perfección y belleza que se enamoró de ella. Rogó a los dioses para que le dieran vida a la escultura.  Afrodita premió su trabajo y atendió su petición otorgando atributos humanos a su obra.

De este relato los exegetas han extraído dos conclusiones. La primera es que las expectativas que tienen unas personas sobre otras influyen en la manera de comportarse estas, positiva o negativamente. Constituye un estímulo saber que los demás esperan de ti que consigas una meta. Un ejemplo clásico es el del maestro que convence a sus alumnos de que son capaces de alcanzar sus objetivos. Quieren hacerse merecedores de la confianza que depositan en ellos y procurarán poner los medios adecuados para no defraudarla. Es el conocido como efecto Pigmalión

La segunda es el efecto Galatea. Creer en nuestras posibilidades y en ser capaces de alcanzar lo que nos proponemos.  Es la autoestima con la que levantamos vuelo y superamos las dificultades.

En sentido negativo conducen al desánimo y a la frustración. No hay frases que destruyan psicológicamente más que las que humillan o desprestigian: ‘No llegarás nunca a ningún sitio’. Un tremendo error que hemos podido cometer alguna vez y que debemos evitar.

Ambos efectos se complementan e interactúan.

 

Merecen reconocimiento y aplauso quienes desempeñan su trabajo con eficiencia y realismo. Pero también puede ocurrir que algunos perciban distorsionado y con interferencias el mensaje y yerren en su interpretación.

Alrededor de los personajes que alcanzan fama y poder hay siempre aduladores que, buscando medro, crean una burbuja que aísla a los halagados de la realidad y acrecientan desproporcionadamente sus egos.

Les ríen las gracias a sus insulsas ocurrencias y les ponen alfombras para ocultarles las piedras del camino. La venda de los halagos y un narcisismo enfermizo los ciega. Tienen que ser muy inteligentes y tener muy claros sus principios para no sucumbir a los encantos de las lisonjas. Los más necios empiezan a creerse superiores e insustituibles y a comportarse arbitrariamente. Cuando se les quiere parar es demasiado tarde.

Los tiranos nacieron en este caldo de cultivo. La democracia, afortunadamente, tiene remedios, mientras no la maleen, para abortar esos engendros.

Un repaso a la historia pasada y reciente nos ofrece numerosos ejemplos:  caudillos, represores con ropajes democráticos, líderes supremos, guías espirituales con la mano extendida señalando el camino a sus pueblos…

 

 

 

 

 

 

 

 

El dictador rumano Nicolae Ceausescu pronunciaba un discurso el 21 de diciembre de 1989 desde el palacio presidencial de Bucarest. No se dio cuenta que las termitas habían carcomido la base de su pedestal y saludaba a la multitud creyendo que lo aclamaban. No eran aplausos, sino abucheos. Cuando le avisaron ya era tarde. El oficial del ejército que lo acompañaba lo despertó del sueño. “Señor presidente, hay una revolución aquí fuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!”.

Viaje al Imperio Romano

 

He terminado de leer el libro de Tomás Martín Tamayo, ‘Díptico romano’, de amena lectura e instructivo y aclaratorio contenido. La sencillez en la exposición y la profundidad de los contenidos no están reñidas. Son dos novelas en un tomo: ‘La amargura de Tiberio’ y ‘El enigma de Poncio Pilato’. No soy crítico literario.  Solo pretendo expresar las impresiones que como lector me ha producido.

En lo primero que pienso es en la cantidad de horas que ha debido dedicar el autor a buscar información de hechos y protagonistas. La bibliografía consultada y los datos históricos aportados, son muestras de ello.

Un preciso vocabulario y un lenguaje fluido y atrayente van introduciendo al lector en la trama y acrecentando su interés para continuar sin dilaciones la lectura donde se dejó la noche anterior.

La gran cantidad de protagonistas me hizo pensar al principio en confeccionar un esquema con los nombres, tal como me convino con ‘Cien años de soledad’, de García Márquez. Los romanos añadían los de los antepasados y a veces te pierdes. No ha hecho falta. La edición consta de apéndices donde se detalla la genealogía y se sitúan los lugares más sobresalientes.

Al emperador Tiberio podrían clonarlo con la semblanza y descripción, física y psicológica, que de él hace en la obra.

Poncio Pilato, del que la mayoría solamente sabemos que se lavó las manos intentando eximirse de culpa por la crucifixión de Jesús, es una figura insuficientemente conocida. Al terminar la lectura, la opinión superficial y sesgada que yo tenía de él, ha cambiado al conocer el ambiente hostil de propios y extraños en que tuvo que ejercer sus funciones.

Como técnica narrativa Tomás se hace pasar por un sirviente anónimo del emperador y por un secretario de ficción de la prefectura, muy próximos a los dos protagonistas principales.

La lucha por el poder, queda perfectamente reflejada.  Los juegos de tronos se repiten a lo largo de la historia. En Roma, las traiciones, las espadas y el veneno despejaban el camino hacia la cúspide del imperio.

Con su lectura he quitado polvo al olvido. He sacado brillo a aquellas lecturas de mis tiempos de estudiante y puesto luz en zonas de penumbra.

Si Tomás se ha metido en la piel de personajes cercanos a Tiberio y Poncio Pilato para escribir la obra, el lector se introduce en ella, como en la serie televisiva, ‘El túnel del tiempo’, para ser un testigo privilegiado de acontecimientos que tanta trascendencia tuvieron en el devenir histórico de occidente.

Bien merecerían una película o una serie estas novelas.

Tan concentrado he estado en su lectura que un día pensé que las voces que me daban desde la parte de arriba de mi casa procedían del Monte Palatino. Pero no, me avisaban de que hasta allí llegaba el olor a quemado. Eran las lentejas, de las que me encargaron el cuidado de su cocción.

Bandera tricolor

 

De vez en cuando vuelvo a la casa de mis padres. De seis moradores que tuvo solo queda uno. Recorro sus habitaciones, patios y corrales y de cada rincón surgen recuerdos de las vivencias que conformaron mi infancia y juventud.

De los maderos de la cocina colgaban en esta época del año salchichones, chorizos y morcillas, agrupados por colores: rojos, grises y negros que el pimentón, la pimienta y la sangre les conferían. Una bandera tricolor que no necesitaba ningún himno para elevar la moral y poner las glándulas salivares a pleno rendimiento.

En las varas, sujetas del techo con tomizas, se oreaban la carne y los huesos adobados. En el suelo yacían, blancas y saladas, las dos hojas de tocino. El jamón también, con sal gorda y peso encima para que expulsara la sangre que pudiera quedar en su interior. Los colocaban sobre aulagas, traídas del campo sin cultivar, donde la liebre encama y el viento aguza silbos. Las traían en haces con los asnos para tostar al cerdo y servir de aislante.  A los veintiún días, como la incubación de los huevos de gallina, los colgaban para que se curaran con el aire fresco y seco. A la humedad se la combatía con candelas de llama para ahuyentar el silencioso poso del moho. ¡Cuánta gente se juntaba en las matanzas! Me embelesaba con las conversaciones que mantenían.

Aprendí algunos nombres de las partes del cerdo, según el matancero las iba extrayendo y yo, con mi curiosidad infantil, le preguntaba. El que más me asombró fue el de alma. Yo la asociaba al espíritu y, por tanto, la creía invisible. Pero no. Se hallaba en un lugar recóndito de su interior con forma de huso. Como había escuchado que si quieres ver tu cuerpo mata un puerco, aquel súbito descubrimiento hizo que intentara averiguar dónde se hallaba semejante pieza en el mío y si su color habría ido tornando a castaño oscuro a causa de mis pecados.

Otra denominación que atrajo mi atención fue el velo. Gráfica y acertada por su forma de red granulosa.

Desde entonces hasta ahora se han ido incorporando nuevas designaciones a piezas que entonces ni los matanceros habían bautizado todavía: lagartos, plumas, secretos, abanicos…

 

 

 

 

 

¡Qué diferencia de este con aquellos inviernos! He subido al doblado.  Ahora, solitario y frío, me ha producido tristeza. En un rincón están los lebrillos, las artesas, las varas y la máquina ELMA que se utilizaba para triturar la carne y llenar las tripas con la chacina. Esperan, como el arpa en la rima de Bécquer, las manos que nunca han de volver.

Imitando al inigualable don Francisco de Quevedo, he intentado expresar con los versos siguientes la decadencia de las matanzas caseras.

Entré en mi casa: vi que los maderos/conservaban las puntas solitarias/donde en tiempos colgaban las chacinas. /Añoré de sus usos, los pucheros/y sentí que costumbres centenarias/hayan abandonado las cocinas.

Casi nada es permanente

Lo que en cierta ocasión fue calificado de inmutable, devino con el tiempo en pasajero.  “No se engañe nadie, no/pensando que ha de durar/ lo que espera/más que duró lo que vio/pues que todo ha de pasar/por tal manera”, (Jorge Manrique).  El ‘Titanic’, insumergible, yace en el fondo del océano. Los principios fundamentales del Movimiento, permanentes e inalterables por naturaleza, fueron derogados.

El filósofo griego Heráclito puso como paradigma al río para plasmar el continuo fluir de la existencia. Ni el que se baña en él ni el agua son los mismos la siguiente vez. Joaquín Sabina en ‘Peces de ciudad’ busca a un amor adolescente y encuentra a una mujer casada que ya no se acuerda de él.

Más cruel, lo del tango: “Volvió una noche, nunca la olvido, con la mirada triste y sin luz, y tuve miedo de aquel espectro que fue locura en mi juventud…” “Había en mi frente tantos inviernos que también ella tuvo piedad”.

Una pareja, que vivió una historia de amor en el pasado, se citó una tarde en la cafetería donde se conocieron después de muchos años sin verse. Acudieron nerviosos y con curiosidad al reencuentro. Llegó primero ella y entretuvo la espera mirando escaparates.  De pronto, vislumbró el reflejo de un hombre en la luna de uno de ellos. Dudaba si la imagen tan deteriorada podía corresponder al joven que la encandiló. Lo era y estaba detrás, a escasos metros. Cada uno pensó que el otro no lo había reconocido.  No se dijeron nada y volvieron a sus casas.  Esa noche se disculparon por teléfono alegando excusas para justificar sus ausencias.

 Hace años producía mucho rechazo social el amancebamiento y tener hijos sin estar casados.  Guardianes de la moral ajena los lapidaban con palabras y arañaban con miradas. ¡Puras y castas hasta el altar!  Algunos tuvieron que poner tierra por medio para librarse de la presión y la marginación que sufrían.

Cuando alguien ennoviaba se decía que fulanito salía con fulanita.  Hoy no salen. Entran directamente al tálamo, eludiendo zaguán y petición de mano. Un día cualquiera te enteras de que conviven, sin más ceremonial ni vicaría. Hasta el lenguaje ha perdido contundencia y lo de rejuntarse va dejando el redoble del prefijo que alertaba del pecado.

Cuando pasan unos años, si les conviene, cursan invitación de boda a parientes y amistades.  Lo que fue deshonra y descrédito, aparejada con marginación social, hoy escandaliza a pocos.  A nadie debe importar la vida íntima de los demás.

Todo cambia, todo fluye. Quizás los más reacios a la evolución sean quienes padecen la irrefrenable tendencia a prometer y no cumplir. Los burlados periódicamente acuden al lugar donde los engañaron. Recelosos al principio, entran después como perdiz en mayo a dar vueltas a los atriles ante los reclamos de buche de los oradores. Les prometen lo de ayer para lo mismo prometer mañana, sin cumplirlo. 

Doce campanadas

 

 

 

 

 

 

Mañana sonarán en la frontera que separa un día de otro las doce campanadas en los relojes de torres y espadañas.  Si las de las restantes noches del año posan sus ecos de bronce como pavesas sobre los tejados de las casas, las del treinta y uno de diciembre salen como palomas asustadas por fuegos de artificio, petardos y descorches de botellas de cava. Huyen en fila india, rasgando las cortinas de la madrugada con la etiqueta del año en los costillares de sus días.  Se van para siempre por la senda del tiempo y el espacio entre galaxias y agujeros negros para formar parte de la historia en los anaqueles del pasado.

No todas las campanadas suenan igual. Nosotros las hacemos diferentes con nuestros sentimientos y estados de ánimo.

Las que tañen la noche de san Silvestre nos cogían, cuando éramos niños, entre las cuatro esquinitas de la cama, con el ‘Bendito’ rezado y la muda nueva puesta. En la juventud eran toque de salida para el comienzo de la fiesta, para beberse la madrugada a tragos entre confetis y matasuegras y de paso intentar abarcar el diámetro del deseo en las cinturas que en aquellos tiempos tenían custodiadas sus lindes por los codos en el pecho.  Ahora, en el lago tranquilo de la madurez, suenan lejanas en la cóncava bóveda de los silencios y sus ecos dejan una estela de retreta entre los mantos de la madrugada, cuando se nos empieza a abrir la boca, deseosos de coger la cama.

Es tiempo de hacer balances personales y sociales. Siguen los disparos y las muertes en guerras casi olvidadas. Esas que fueron noticia durante unos días y de las que luego la prensa desvió el foco, urgida por la inmediatez de otras noticias.

 

 

 

 

 

Siguen los talibanes de ideologías medievales esclavizando a las mujeres. Mueren jóvenes por no llevar bien puesto el velo y ahorcan a quienes se atreven a manifestar su oposición a regímenes sanguinarios. Dictadorzuelos con las pecheras cargadas de medallas desfilan ufanos sobre las cabezas y los derechos de sus sometidos…

Permanece la herida de una madrugada de febrero. Por los cielos del mundo volvimos a escuchar el tango de Gardel: “…al grito de guerra los hombres se matan…” Otra vez una parte de la especie humana volvió a perder los atributos de personas y a aflorar los instintos salvajes de las bestias para manchar de sangre las tierras del mundo, sangre de inocentes que obedecen a la fuerza a paranoicos, so pena de ser encarcelados por los patriotas que no van a los campos de batalla. El final ya se sabe, los poderosos a salvo …y la viejecita de canas muy blancas se quedará muy sola con cinco medallas que por cinco héroes les premió la patria.

 Feliz salida de año y que la paz y la salud reinen en el que ya está a las puertas.

Puntualidad

Sucedió en un tiempo parecido al que refleja Miguel Delibes en su obra ‘Los santos inocentes”. Un pastor llegó de la majada al pueblo, convocado por el dueño de la finca, para tratar algunos asuntos. Se acercó en tres ocasiones a la casa del amo y la respuesta de la criada era cada vez que todavía estaba acostado. Cansado de tantas largas, y viendo que desperdiciaba la mañana, a la cuarta le dijo a la empleada: Pregúntale si le toca levantarse hoy o lo va a dejar para mañana.  Es por organizarme y no perder todo el día en idas y venidas.

Las personas que ostentan altos cargos y ocupan pico en las pirámides de las jerarquías tienen el privilegio que les otorga el protocolo de llegar los últimos a los actos oficiales.   Merced que también gozan por galantería las novias el día de su boda. Después están quienes, sin ser personas principales ni novias casamenteras, llegan siempre tarde a todos los actos a los que van. Ignoro si por afán de notoriedad o por una tendencia adictiva que no controlan.

Cuando las misas seguían el rito tridentino, en latín y de espaldas a la feligresía, una señora, de porte esbelto y espacioso caminar, llegaba a la celebración cuando el cura había leído ya la epístola y el evangelio y andaba por el ofertorio.  Las parroquianas más perspicaces deducían que lo hacía para lucirse. 

En la vida se dan situaciones, no obstante, en las que hay que aguardar, sin que se vislumbren soluciones inmediatas para remediarlo.

La espera de la amada, las citas médicas y algún viaje en tren por tierras extremeñas. Tres ejemplos para comprobar lo que escribió don Antonio Machado: ” El que espera, desespera/dice la voz popular. / ¡Qué verdad tan verdadera!”

Están también los imprevistos, que por excepcionales no hacen norma. Para evitarlos, en lo posible, es conveniente disponer de un margen y no ir con el tiempo pegado a los talones.

Personalmente, y perdonen que me cite, me pone de los nervios cuando tengo que llevar a algún familiar a coger un medio de transporte y salimos con los minutos ajustados. Prefiero esperar en el sitio de partida que ir con las pulsaciones y la tensión a punto de desborde.

He leído por ahí que la puntualidad es cortesía de reyes, deber de caballeros, hábito de gente de valor y costumbre de personas bien educadas.

 En el engranaje social la tardanza de un miembro provoca pérdida de tiempo a los demás y es una falta de consideración y de respeto, exigibles tanto a los que convocan como a los convocados.

Llegar antes de la hora no es ser impuntual, como sí lo es hacerlo pasada la hora convenida. En primer lugar, porque no se perjudica a los otros y, además, lo dijo Shakespeare, que era inglés: “Es mejor tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde”.

La lucha por la vida

Pasa la gente con prisas a gestionar sus obligaciones. Al trabajo, al banco, de médicos, de compras… Me entristece ver a un joven repartiendo propaganda por los buzones. A mensajeros presionados por la urgencia de la entrega. Un traje con corbata y un hombre dentro, preso de los balances comerciales y de las exigencias de las cuentas de resultados.

Un mundo de rivalidades en el que triunfa el empuje de los fuertes o la astucia de los pícaros, También los mejor preparados, pero no siempre sucede así. Para los débiles queda poco espacio. Si alguno desfallece, otro ocupará su puesto. Es la lucha por la vida, por integrarse en la sociedad. Cada uno a su manera. No todos con las mismas oportunidades ni fortuna. Son necesarios tesón y sacrificios para no quedar al borde del camino que lleva a la deseada estabilidad personal, económica y social.

Pío Baroja lo describe con crudeza en su trilogía ‘La lucha por la vida’ (‘La busca’, ‘Mala hierba’, ‘Aurora roja’) a través del protagonista, Manuel Alcázar, en las distintas etapas de su vida. 

Dejados atrás los cómodos años de la infancia, con mesa puesta y cama hecha, la adolescencia es el otero desde el que se vislumbra el campo de batalla. La edad de volar del nido buscando la independencia y la forma de incorporarse al mundo del trabajo.

Salvo los privilegiados por la suerte o por herencias cuantiosas, los demás tienen que esforzarse por conseguir una posición que al menos les permita disponer de cobijo y sustento.

En tiempos pasados el bagaje para muchos fueron las cuatro reglas.  Los más avanzados, la de tres y los repartimientos proporcionales. Saber escribir a máquina era un galón. Según avanzaban los tiempos las exigencias fueron aumentando.

D. Carmelo Solís, eminente profesor de vasta formación, nos comentó un día en clase a principios de los años sesenta, que en Japón había personas con carreras universitarias que ejercían profesiones que no se correspondían con sus estudios. Que podías encontrarte a un abogado de taxista y que en España llegaría el día en que pasaría lo mismo.  No erró en su pronóstico. Hemos alcanzado a Japón en ese sentido.

Afortunadamente hoy la mayoría de los jóvenes estudia, pero, como contrapartida, tener carreras universitarias ya no es garantía de trabajo asegurado. Muchos tienen que optar por desempeñar cargos y empleos, tan dignos como los que más, pero de niveles no acordes con su formación.

Quien no tuvo dudas para la elección de profesión u oficio fue un niño de mi pueblo.  Le preguntó un señor, de los que por caudales y forma de vida llamaban señorito, que qué quería ser cuando fuese mayor. Se lo puso fácil a su lógica infantil: Yo quiero ser como usted, señorito. A lo que el sorprendido caballero, a quien cayó en gracia la ocurrencia, respondió: Pues tienes que darte prisa porque van quedando pocas plazas.