Lavanderas

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De los numerosos trabajos asociados al sexo femenino  en exclusividad casi absoluta estaban los de  lavar, coser y planchar. Las mujeres asumían  estas funciones como si fuese herejía doméstica y menoscabo a su reputación delegarlas en los hombres.  Que un varón cogiera  una aguja para coserse un botón,  la plancha para deshacer arrugas o la panera para frotar puños y cuellos de camisa habiendo una mujer en casa, se consideraba merma de varonía en los hombres y dejación de obligaciones en las mujeres.
A ellos se les dejaba la leña gorda,  barrer con la escoba de ramas eras y corrales y  echar remiendos con aguja de red  en  aparejos y sacos usados en las  faenas de labranza. Nada de finuras. Pero pare usted de contar.  Las  demás tareas, si algunos  se atrevían con ellas, las  realizaban   a escondidas y de puertas adentro. Delantales a los varones sólo se los vi a los zapateros para ligar cabos  de cáñamo y cerote.
Pervive esta mentalidad aún. Escuché en una cadena de televisión hace unos años  a una mujer que estaba entre ese público que  rodea y alimenta egos a personajes de efímera fama: ‘Mira cómo lleva tu pobre  marido la camisa de arrugada,  más vale que se la planches’, dirigiéndose a la compañera que por aquellos días había caído en desgracia en  la veleidosa y manipulable opinión del cotilleo. Ni por asomo le podía asignar la irritada señora al desaliñado varón el menester de alisar su propia camisa.
Para cocinar  había más pase y alguna puntual exquisitez  se permitía el marido con  guisos en los que estaba especializado o en  el rebane y preparación de migas en tiempos propios. El oficio de pastor lleva aparejado el uso  de cazo y  fogón, pero  en  casa era habitualmente la mujer la principal cocinera con  ollas y sartenes, limpieza incluida, claro.
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La emigración y el servicio militar eran islotes excepcionales. La necesidad obliga. Anárquicos pespuntes para salir del paso y no quedarse con el culo al aire. Lavar en los lavabos de los servicios. De planchar se encargaban las perchas, el tiempo y la gravedad. Además la arruga siempre ha sido bella.
Cuando no había  lavadoras   la ropa se lavaba en la panera con agua de pozo y jabón verde  y se frotaba en el “batiero”,  la tabla con la superficie arrugada.   No existía más detergente ni más lavadora que  los nudillos de las manos. Lo del frotar se va a acabar llegaría después.
Había lavanderas  que iban a la orilla del arroyo o a pozos que estaban en los alrededores del pueblo a lavar, arrodilladas  sobre un trozo de corcho.  De los pozos tenían que sacar el agua con cubos atados con sogas. Frotaban la ropa  sobre piedras de ligera pendiente. Después aclaraban y tendían sobre aulagas y tomillos las prendas  limpias. Llevaban para el porte paneras  y canastos  de mimbre. 
No vi nunca a ningún hombre  haciendo esta faena.
Trabajo duro del que pueden dar referencias  muchas mujeres mayores de nuestros pueblos.  Las  jóvenes  generaciones deben saber el sacrificio que costaba  cualquier faena doméstica que hoy se resuelve apretando  un botón, sobre todo  porque a veces nos cuesta trabajo llevar la ropa sucia desde  el cuarto de baño a la lavadora.

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